El sagrado derecho a pedir
Gustavo Esteva
El
descontento es confuso, profuso y difuso… pero enteramente general, a medida
que aumenta la ola de violencia, tanto la de criminales de arriba y abajo como
la de la economía. ¿Cómo evitar que el descontento degenere en desesperación?
¿Cómo convertirlo en capacidad transformadora? ¿Qué podemos hacer?
Cuídense,
cuídenos, nos dijo el Galeano en su primera aparición. Esta es la
prioridad. Tenemos que empeñarnos en la defensa de los zapatistas; no debe
pasar día sin hacer algo ante las amenazas que los rodean. Y necesitamos
cuidarnos, porque también pesan sobre nosotros.
La principal
amenaza viene de arriba: gobierno y clases políticas actúan como empresarios del
despojo, la violencia, la corrupción y la impunidad. Hay creciente consenso
sobre la necesidad de resistir sus políticas y acciones. Pero nos divide la
forma de la respuesta. Unos ven hacia abajo y otros hacia arriba. Unos toman en
sus manos cambios profundos, que ven como la única forma eficaz de resistir,
mientras otros siguen solicitando a los de arriba algunos cambios cosméticos y
alimentan la fantasía de que la solución llegará cuando puedan sustituirlos por
otros supuestamente mejores.
Millones hay,
aquí y en otras partes, que están dispuestos a darlo todo, hasta la vida, para
defender el sagrado derecho a pedir. Es una antigua tradición, quizá heredada
de la monarquía, cuando había que pedírselo todo al rey. Conforme al molde
estadunidense, es fundamento de todas las sociedades democráticas modernas, que
se basan en la docilidad y sumisión al poder, como estableció nuestra primera
Constitución.
La libertad
política que se considera más importante en las democracias contemporáneas es
el derecho de reunión, consagrado en la Declaración de Derechos de Estados
Unidos como el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de dirigirse al
gobierno para corregir sus agravios. Es la Primera Enmienda, lo primero. Afirma
el derecho a reunirse… para poder ejercer el derecho de petición, que sería el
derecho fundamental en el Estado-nación, en el régimen creado para administrar
el capitalismo. Se le llama con cinismo democracia, aunque en él los ciudadanos
no pueden participar en las decisiones de gobierno y menos aún imponer su
voluntad sobre los gobernantes. Pueden pedir algo, pero las autoridades, como
el rey, pueden no hacerles caso.
Tiene
sentido ejercer nuestra libertad de reunirnos y manifestarnos, cada vez más
expuesta a regulación y represión. No debemos perderla. Pero es insensato
seguir dedicando nuestras energías, con marchas, firmas o lo que sea, a pedir a
los de arriba que hagan lo contrario de lo que están haciendo. La experiencia
mundial y muy claramente la mexicana muestran que, quieran o no los funcionarios
atender las demandas de la gente y enfrentar a fondo los predicamentos
actuales, no pueden hacerlo. Es imposible realizar desde arriba los cambios
profundos que hacen falta hoy.
Hay quienes
siguen esperando un gran acontecimiento cataclísmico: golpes de mano, de Estado
o de suerte que produzca repentinamente esos cambios. Es una ilusión peligrosa
y paralizante.
Ya no puedo
creer en transformaciones mágicas, como un levantamiento victorioso que
transforme una sociedad, nos dijo hace tiempo Mercedes Moncada, de Nicaragua.
Creo que las revoluciones son graduales, profundas y asociadas con la vida
cotidiana. Tienen que enraizarse en todos los espacios de las sociedades, en
las familias, en las relaciones personales, en los pequeños, en las vecindades,
todo lo cual también define la forma del poder.
Nos lo dijo
también, en 2007, el finado sup: “Las grandes transformaciones no
empiezan arriba ni con hechos monumentales y épicos, sino con movimientos
pequeños en su forma y que aparecen como irrelevantes para el político y el
analista de arriba. La historia no se transforma a partir de plazas llenas o
muchedumbres indignadas, sino… a partir de la conciencia organizada de grupos y
colectivos que se conocen y reconocen mutuamente, abajo y a la izquierda, y construyen
otra política”.
De eso se
trata hoy. En eso ha de consistir cuidarnos y cuidarlos. Como dijo también el sup:
“Las transformaciones reales de una sociedad, es decir, de las relaciones
sociales en un momento histórico… son las que van dirigidas contra el sistema
en su conjunto. Actualmente no son posibles los parches o las reformas. En
cambio, son posibles y necesarios los movimientos antisistémicos”.
Si logramos
desgarrar el velo encubridor de las ilusiones de la petición o de la
sustitución de dirigentes, podemos concentrarnos en lo que realmente hace falta
y es enteramente viable: organizarnos en grupos y colectivos que podamos
criarnos mutuamente en la práctica de acciones efectivamente transformadoras,
para enfrentar con eficacia las amenazas abominables que pesan sobre nosotros y
convertir la circunstancia en la oportunidad del cambio en que hace mucho
soñamos.
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